El paseo

Parque del Oeste, Madrid (2011)

Sin el paseo y sin la contemplación de la Naturaleza a él vinculada, sin esa indagación tan agradable como llena de advertencias, me siento como perdido y lo estoy de hecho. Con supremo cariño y atención ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas vivas, ya sea un niño, un perro, un mosquito, una mariposa, un gorrión, un gusano, una flor, un hombre, una casa, un árbol, un arbusto, un caracol, un ratón, una nube, una montaña, una hoja o tan sólo un pobre y desechado trozo de papel de escribir, en el que quizá un buen escolar ha escrito sus primeras e inconexas letras. Las cosas más elevadas y las más bajas, las más serias y las más graciosas, le son por igual queridas y bellas y valiosas. No puede llevar consigo ninguna clase de sensible amor propio y sensibilidad. Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresada y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias, privaciones, como el bravo, servicial y dispuesto al sacrificio soldado en campaña. De otro modo, pasea tan sólo con media atención y medio espíritu, y eso no vale nada. Tiene que ser capaz en todo momento de compasión, de identificación y de entusiasmo, y ojalá que lo sea. Tiene que alzarse a elevado arrebato y hundirse y saber descender a la más profunda y mínima cotidianeidad, y probablemente sabe.

Pero ese fiel y entregado disolverse y perderse en los objetos y ese celoso amor por todas las manifestaciones y cosas lo hacen feliz, como todo cumplimiento de obligación hace feliz y rico en lo más íntimo a quien tiene una obligación que cumplir. Espíritu, entrega y fidelidad lo satisfacen y elevan sobre su propia e insignificante persona de paseante, que con demasiada frecuencia tiene reputación y mala fama de vagabundeo e inútil pérdida de tiempo. Sus múltiples estudios lo enriquecen y entretienen, lo calman y refinan y rozan a veces, por improbable que pueda sonar, con la ciencia exacta, lo que nadie creería del en apariencia frívolo caminante. ¿Sabe usted que mi cabeza trabaja dura y tercamente, y a menudo estoy activo en el mejor de los sentidos, cuando parezco un archigandul y persona frívola sin responsabilidad, sin pensamiento ni trabajo, perdido en el azul o en el verde, lento, soñador y perezoso, que ofrece la peor de las impresiones? Secreta y misteriosamente, siguen al paseante toda clase de hermosos y sutiles pensamientos de paseo, de tal modo que en medio de su celoso y atento caminar tiene que parar, detenerse y escuchar, que está cada vez más arrebatado y confundido por extrañas impresiones y por la hechicera fuerza del espíritu, y tiene la sensación de ir a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos deslumbrados y confusos de pensador y poeta se abre un abismo. La cabeza se le quiere caer, y los por lo demás tan vivos brazos y piernas están como petrificados. Paisaje y gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol giran como sombras a su alrededor, y ha de preguntarse: «¿Dónde estoy?». Tierra y cielo fluyen y se precipitan de golpe en una niebla relampagueante, brillante, apelotonada, imprecisa; el caos empieza, y los órdenes desaparecen. Trabajosamente, el conmocionado intenta mantener su sano conocimiento; lo consigue, y sigue paseando confiado.

Robert Walser

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